Nunca le dije que me gustara. Y si lo hice le mentí. No me pareció peligroso hacerlo entonces, sabedor como era de que lo nuestro no duraría. Fueron pasando meses y llegaron con ellos las madrugadas y las sobremesas. La mayoría de veces en su casa. Casi nunca en la mía. Me sentía bien nada mas entrar en élla. No puedo explicarlo de otra manera. Parecía que una mano lo había dispuesto todo para que descansara en su presencia: la canción que sonaba, los aviones de colores que cada minuto y medio cruzaban por la ventana, el olor que nunca conocí, el lado izquierdo de la cama. La casa se preparaba para recibirme. Por eso siempre la saludaba.
Nunca le dije que me gustara el vinagre de Módena pero ella necesitaba convencerme de que sí. Nunca le dije que la quería aunque ella no dejaba de exigir. Si la amaba o no, creo que jamás lo sabré, tan ahogadas estaban mis palabras en su deber.
Se levantaba rauda gritando que no tocara la ensalada. Se había olvidado de él. Sin él no era nada. Y yo no supe convencerla de que la casa estaba mejor así. Sin creer que algo faltaba. No supe convencerla de que desde que él llegó las cosas deambulaban: los aviones cambiaron su rumbo, las canciones saltaban, la cama me mentía y el olor acabó por liarla. Si le hubiera hablado en serio me habría tildado de chiflado. Habría usado las frases que hacen daño, las que te dejan de lado, las que un niño no puede reponer con paciencia. Las que sin piedad llaman, rodean a la víctima y provocan su inercia.
Yo veía cómo cruzaba una línea y no hice nada por detenerla. Entre su histeria y mi bloqueo encontré la bolsa de viaje que había dejado en la habitación pequeña.
Recogí aquello que estaba seguro que me pertenecía. Al vuelo, dejando en el suelo algunos libros de cocina y una guía de viajes de Venecia. Me fuí a despedir de la ventana fiel y salí de aquella casa para no volver.
Cuando deshice el equipaje de nuestra relación encontré en el bolsillo lateral la botella de vinagre medio llena. Quizás no me fuera tan ajena. Quizás lo haya soñado todo y ese ingrediente forme parte de la carga que no me deja sentir. Sea como sea, hoy sigue aquí. A veces nos miramos. Y si sólo fuera cuestión de decir que sí y hacerla servir?
domingo, 17 de julio de 2011
Historia de un silencio
Esta es la historia de un silencio. El más profundo silencio del que nadie oyera hablar jamás.
Se esparció su semilla entre las estrechas calles peatonales de la Villa. En sus concurridas terrazas. Expandiéndose en sus plazas el mudo estrépito en olor de multitudes.
Firme en su pulso, el silencio resonaba en la sorprendente espera y las gentes mostraban, con su gesto ausente, que no deseaban que aquello se prolongara más del conocido minuto de rigor.
Ninguno recordaba una razón que justificara por más tiempo su presencia. Incluso los más niños dejaron de jugar, expectantes, con la expresión del que anhela oír algo.
Sólo una persona, entre todos los habitantes y visitantes del bello principado, sostenía con su normalidad, la eternidad del momento.
Jian no cambió su rictus ni su porte. Eso sí, sus mejillas mostraron un ligero indicio de satisfacción cuando advirtió que podía escuchar el fino hilo de agua que, desde hacía años caía, ignorado, desde la fuente roja de la plaza vecinal.
Andaban todos tan absortos en las molestias que la quietud provocaba, que se miraban consternados, como decidiendo quién se atrevería a romper y hacer añicos ese sagrado momento que nadie había pedido.
No era una cuestión de respeto ni agradecimiento, simplemente nadie quería ser señalado como el lugareño que diera el pistoletazo de salida.
Así que Jian, continuó impertérrito, escuchando el fluir del agua que nadie más podía oír. Porque él era el único que no tenía miedo de la oscuridad, él era el único que sí advertía la belleza de su esencia.
Entonces, recompuso aún más si cabe su figura y reflexionó sobre lo que estaba aconteciendo. Acomodando su alma para el encuentro.
Un reguero de vibraciones se acercaba desde las calles centrales del entramado peatonal de la Villa. Era energía, energía pura. La había dulce, rugosa, sedosa, inteligente, perspicaz, amorosa, abundante, generosa, azul, mediocre, pizpireta, asombrosa, mental, animal, complaciente, universal. Se maravilló de poder apreciar todas sus formas y colores. Su olor y su sabor. Pensó que era un hombrecillo con suerte por vivir en ese lugar, en ese instante, con esa emoción silenciosa.
Miró entonces a los ojos de los que empezaban a observarle como diferente y vió en ellos una sentencia. Cuando el silencio acabara, decidieron, Jian dejaría de ser especial.
Nadie se explicó de que callada manera decidieron todos al unísono que Jian y su don serían silenciados. De qué callada manera se le otorgaría únicamente el beneficio de convertirse en leyenda.
Así que todos sin excepción, en un abrir y cerrar de boca, sellaron sus corazones y sucumbieron a la tumultuosa salva de aplausos que inundó de ruido la Villa y barrió la ansiedad de las calles.
Las afirmaciones y expresiones de júbilo se amontonaban en los oídos. El alboroto escondía los últimos vestigios de vaporosa humanidad que vagabundeaban ya como invisible eco.
Así celebraron, casi todos, la seguridad de ser estruendo.
Y Jian reconoció al instante que empezaba a olvidar quién era.
Se esparció su semilla entre las estrechas calles peatonales de la Villa. En sus concurridas terrazas. Expandiéndose en sus plazas el mudo estrépito en olor de multitudes.
Firme en su pulso, el silencio resonaba en la sorprendente espera y las gentes mostraban, con su gesto ausente, que no deseaban que aquello se prolongara más del conocido minuto de rigor.
Ninguno recordaba una razón que justificara por más tiempo su presencia. Incluso los más niños dejaron de jugar, expectantes, con la expresión del que anhela oír algo.
Sólo una persona, entre todos los habitantes y visitantes del bello principado, sostenía con su normalidad, la eternidad del momento.
Jian no cambió su rictus ni su porte. Eso sí, sus mejillas mostraron un ligero indicio de satisfacción cuando advirtió que podía escuchar el fino hilo de agua que, desde hacía años caía, ignorado, desde la fuente roja de la plaza vecinal.
Andaban todos tan absortos en las molestias que la quietud provocaba, que se miraban consternados, como decidiendo quién se atrevería a romper y hacer añicos ese sagrado momento que nadie había pedido.
No era una cuestión de respeto ni agradecimiento, simplemente nadie quería ser señalado como el lugareño que diera el pistoletazo de salida.
Así que Jian, continuó impertérrito, escuchando el fluir del agua que nadie más podía oír. Porque él era el único que no tenía miedo de la oscuridad, él era el único que sí advertía la belleza de su esencia.
Entonces, recompuso aún más si cabe su figura y reflexionó sobre lo que estaba aconteciendo. Acomodando su alma para el encuentro.
Un reguero de vibraciones se acercaba desde las calles centrales del entramado peatonal de la Villa. Era energía, energía pura. La había dulce, rugosa, sedosa, inteligente, perspicaz, amorosa, abundante, generosa, azul, mediocre, pizpireta, asombrosa, mental, animal, complaciente, universal. Se maravilló de poder apreciar todas sus formas y colores. Su olor y su sabor. Pensó que era un hombrecillo con suerte por vivir en ese lugar, en ese instante, con esa emoción silenciosa.
Miró entonces a los ojos de los que empezaban a observarle como diferente y vió en ellos una sentencia. Cuando el silencio acabara, decidieron, Jian dejaría de ser especial.
Nadie se explicó de que callada manera decidieron todos al unísono que Jian y su don serían silenciados. De qué callada manera se le otorgaría únicamente el beneficio de convertirse en leyenda.
Así que todos sin excepción, en un abrir y cerrar de boca, sellaron sus corazones y sucumbieron a la tumultuosa salva de aplausos que inundó de ruido la Villa y barrió la ansiedad de las calles.
Las afirmaciones y expresiones de júbilo se amontonaban en los oídos. El alboroto escondía los últimos vestigios de vaporosa humanidad que vagabundeaban ya como invisible eco.
Así celebraron, casi todos, la seguridad de ser estruendo.
Y Jian reconoció al instante que empezaba a olvidar quién era.
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