Desde hace unos dias vivo próximo al mar.
Cada mañana que puedo me acerco a la playa, temprano,
en una de esas horas en que todavía puedo observar el cielo
con los ojos bien abiertos,
en una de esas horas en que ni el ego deslumbra,
todavía somnoliento.
Para entonces, la ciudad ya ha tendido la alfombra de la prisa,
y yo desciendo por su cauce, algo atento, para no embarrancar
en el intento de esquivar a la mayoría.
Junto a mí, en el paseo, el anhelo de querer cambiar de lecho,
de seguir despertando sin los sobresaltos del tiempo.
Es breve el encuentro cuando llego, si al reloj de arena me refiero,
es intenso si cuento, que el momento dura lo que dura lo eterno.
En tierra, adivino los mismos trozos de tela del día anterior,
los mismos cuerpos que pasan lista satisfechos de su calor,
las miradas habituales que se fijan en algún compañero nuevo,
la misma delicada caricia con que se introducen en el agua
todos y cada uno de nuestros sueños.
Y sin embargo cada baño es diferente,
cada paso es una refrescante historia,
cada ola se presenta sin memoria
y cobra importancia respirar al ritmo inédito que me brinda.
La belleza no sabe esconderse siempre tras la costumbre;
al contrario, ésta la cuida y la engalana, le da brisa y luz...y calma.
Tanta, que se hace difícil contener las palabras.
Recojo el pareo y me dispongo a partir, todavía húmedo,
apenas rozado por el sol, para no olvidar lo que ahora veo:
Cada barco que oteo se transforma en velero.
En el agua los corazones no nadan: caminan, se remojan,
juegan a hacerse el muerto y se aflojan,
se preparan para salir de un mar que no empuja,
para dejar intacto un fondo que no presenta dudas.
De regreso a la que hoy es mi casa,
casi sin equipaje, me acompaña el ánimo de saber
que me queda todo el día por tejer.
De regreso, vuelvo a cruzarme con ellos,
vestidos con las ganas de acercarse a la playa,
como hago yo cada mañana que puedo.