Aprendiendo a amarme
pasan las tardes,
gloriosas.
Tardes de bosques innombrables
a pié de haya.
Tardes donde el tiempo arde,
lento,
donde la brisa abraza
y el silencio pasea con mi voz.
Aprendiendo a amarme
pasan los mares.
Los veo desde mi habitación.
Mares que tiemblan de frío
cuando la lluvia les empapa,
que dejan,
por un momento,
de ir mar adentro
para que el sol seque sus lágrimas.
Mares donde desfilan ,
una
a
una,
las ganas de morder la luna.
Aprendiendo a amarme
pasan las palabras.
En la mesa del jardín,
todavía latiendo,
la piel de una pera
y la de un melocotón;
testigos de este cuerpo
con regusto a miedo
y cansados recuerdos,
de contar estrellas
que caen
sin deseo.
Aprendiendo a amarme
pasan los latidos.
Siempre de la mano,
siempre de dos en dos.
Latidos con la memoria de lo nuevo,
con sabor a respiración
profunda,
muy profunda.
Como el instante
que no viste traje,
ni marco,
ni salón.
Aprendiendo a amarme
pasan las tardes,
las noches,
y el dolor.